En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 se desencadenó en Berlín y por extensión en todo el país y Austria uno de los sucesos más tristes y lamentables de la historia reciente de Alemania. Por radio, se había emitido la noticia de que el diplomático alemán Ernst von Rath había sido asesinado a manos de un joven judío como represalia por la deportación de su familia a Polonia.
Esa fue la excusa que prendió la mecha y por la noche, en una incontrolable oleada de violencia, muchos individuos se lanzaron a las calles destrozando comercios de ciudadanos judios (los cristales rotos de los escaparates dieron nombre al suceso), sinagogas, cementerios, escuelas y casas.
Cerca de un centenar de personas fueron asesinadas, y unas 30.000 deportadas. Las víctimas fueron obligadas por el gobierno a limpiar y reparar los desperfectos y las indemnizaciones de las aseguradoras les fueron confiscadas. Además fueron forzados a pagar una multa de mil millones de marcos.
Los disturbios, que pretendieron pasar por espontáneos, habían sido en realidad orquestados por el III Reich, con Goebbels tras las bambalinas, en lo que es considerado desde la perspectiva histórica como el preludio del Holocausto.
En aquel entonces, los sefardíes europeos se concentraban principalmente en los Balcanes, Grecia, Yugoslavia y Bulgaria. Con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial, al extenderse el conflicto por todo el continente, el destino de nuestros compatriotas, salvo contadas excepciones fue el mismo que el de los judíos alemanes: confiscación de bienes, humillaciones, trabajos forzados y deportación a los campos de exterminio. Comunidades enteras, como la de Salónica desaparecieron en su práctica totalidad.
En España, sumida en plena Guerra Civil, la noticia del pogromo fue justificada y aplaudida por el bando franquista, mientras el Gobierno de la República condenaba firmemente los hechos.
En España, sumida en plena Guerra Civil, la noticia del pogromo fue justificada y aplaudida por el bando franquista, mientras el Gobierno de la República condenaba firmemente los hechos.
Traspasados los umbrales del siglo XX, una vez más, estamos siendo testigos de como, lenta pero inexorablemente, de la mano de las crisis económicas, políticas y de valores, el fantasma de la intolerancia y la xenofobia vuelve a planear sobre nuestras cabezas una vez más. Me parece un excelente momento para recordar las palabras del pastor luterano alemán Martin Niemöller:
«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a por los judíos,
no pronuncié palabra,
porque yo no era judío,
Cuando finalmente vinieron a por mi,
no había nadie más que pudiera protestar.»
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a por los judíos,
no pronuncié palabra,
porque yo no era judío,
Cuando finalmente vinieron a por mi,
no había nadie más que pudiera protestar.»
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